jueves, 6 de junio de 2019

El diario de Fiona - Capítulo 8 - El regreso de Ana

Por fin, pudo establecer contacto con su editor .  The Guardian era un periódico de prestigio y tenía muchas puertas abiertas. También escribió a Fiona contándole por encima su odisea.  Recibió respuesta del editor, pero no así de Fiona, lo que interpretó que no quería saber nada de él  Las comunicaciones eran difíciles y además con censura, por lo que tenían mucho cuidado en no hablar de otra cosa que no fueran los temas estrictamente familiares.  El editor supo que había sido padre y que se había casado con la madre de la niña.  Le habló de sus proyectos de regresar a casa y de recobrar su trabajo nuevamente.

— ¿ Sabes algo de Fiona ? La he escrito y no he recibido respuesta— le preguntó  a su amigo y editor

— No Maxwell. Dejó el domicilio y desapareció de Londres sin dejar rastro.  Es como si se la hubiera tragado la tierra. Estaba en la promoción de su novela cuando de buenas a primeras no supimos nada de ella.

— Ya.  Seguramente habrá formado su vida en otro lugar

— Haremos todas las gestiones precisas para traeros a tí y a tu familia, pero habréis de tener paciencia.  las cosas van despacio.

Debido a su condición de corresponsal del periódico,  el director había hecho gestiones en el consulado, en Sarajevo y, pudieron mantener esa conversación breve por teléfono desde el mismo despacho del cónsul.  Cuando salió del consulado, iba contento y esperanzado de poder conseguir su retorno y el de su familia, dejando atrás tanto horror vivido.  Pero los días pasaban y todo seguía estancado.  El hubiera podido viajar de inmediato, pero no su familia, y no quiso dejarles si no viajaban con él.  La esperanza de volver a formar su vida lejos de allí, se retrasaba y les descorazonaba, pero no podían hacer otra cosa más que esperar.  Ana tenía una frágil salud que se deterioraba rápidamente

— Siempre ha sido de salud frágil— le dijo su madre, un día en que Ana guardaba cama por una gripe muy fuerte que  la provocaba fiebre

— No lo sé, pero la noto muy decaída.  Ni siquiera la niña consigue animarla. Esta situación me desespera— confesaba Maxwell a su suegra —  Necesita un médico y medicamentos

—Ten paciencia. Mejorará. Seguro

Pero la madre se equivocaba. En el fondo Maxwell notaba el deterioro de su mujer y cada vez que volvía a Sarajevo para hablar con el periódico, temía que al regresar a Bania Luka, la encontrase peor.  Los parientes les daban huevos, alguna gallina que otra, patatas..., para tratar de fortalecerla, pero todo parecía inútil. Tomó una decisión: regresarían a Sarajevo y la ingresarían en un hospital.  Lo que fuera lo que la aquejase, no era una simple gripe, era algo de más gravedad y había que atajarla.

Empaquetaron sus pocas pertenencias, y en el asiento trasero del coche, formaron una especie de cama para que Ana viajase tumbada.  La abuela y la niña, irían junto a él en el asiento del co piloto.

Así hicieron el viaje hasta la capital y se dirigieron directamente hasta el hospital.  Ana fue ingresada de inmediato con el pronóstico de grave. Maxwell no se lo podía creer, pero esas penurias no las sufrían ellos solos, eran los resultados de  una guerra.  Sentadas en una butaca estaban su suegra y su hija que lloraba llamando a su madre. Una de las enfermeras les llevó un vaso de leche para la niña que tenía hambre.

.—Su esposa tiene neumonía y debido a la debilidad de su organismo el diagnóstico no es muy bueno. Haremos todo cuanto esté en nuestras manos, pero su debilidad nos hace temer lo peor. 

 Fue todo lo que los médicos diagnosticaron con cara de preocupación, algo que no pasó desapercibido ni a Maxwell ni a su suegra

Tuvo que recostarse en la pared y la madre de Ana, lloraba quedamente abrazando a la niña que permanecía dormida entre sus brazos.  No podía ser posible.  Ellas le ayudaron en su día, y ahora, él, no podía hacer nada por salvar la vida de aquella mujer joven que le amaba y era la madre de su hija.  Daba paseos por el largo pasillo, tratando de encontrar alguna solución.  Era de madrugada, y en cuanto amaneciera se pondría en contacto con su editor para ver si él podría hacer algo.  Pero nada se podía hacer más que esperar.  

Esperaron dos días, pero al tercero, Ana fue vencida por la enfermedad y murió tranquila y en paz, clavando sus ojos en los rostros de aquellas tres personas que eran su familia.

Todo sucedía rápidamente y como en una película.  Tenían que desalojar la habitación, ya que los enfermos eran muchos y pocas camas disponibles. Recurriendo de nuevo a las influencias del editor y a su vez a través del cónsul lograron fuese trasladada en una ambulancia hasta Bania Luka, donde sería enterrada.  Así lo quiso su madre, ya que en ese lugar a pesar de las dificultades y el hambre, habían sido felices.  Maxwell  seguiría detrás con el coche, llevando a la niña dormida y a su suegra llorando quedamente.

 En el pequeño cementerio del pueblo, sepultaron los restos de Ana bajo la desgarradora mirada de sus seres más allegados y dos o tres personas que les conocían. Habían salido cuatro  de allí hacia Sarajevo con la esperanza de que curase, y sin embargo habían regresado tres y un cuerpo sin vida  ¿Cómo era posible tantas desgracias juntas?  Se abrazaron suegra y yerno en un abrazo de dolor, cuando las paletadas de tierra cubrían el cuerpo de aquella joven con tan poca suerte en la vida.

Deambulaba por la casa seguido de su pequeña que no hacía más que preguntar por su madre.  La abuela, sentada en un rincón había envejecido considerablemente; no hablaba.  Ni siquiera levantaba la vista del suelo.  El silencio en la casa era aterrador y Maxwell maldecía por lo bajo sin saber qué hacer ni qué decisión tomar.  El tiempo pasaba y nada se solucionaba.  La madre de Ana adelgazó considerablemente. A penas comía ni tampoco lloraba, pero en su rostro se reflejaba la inmensa tristeza que tenía.

La única buena noticia que recibieron en esos días fue la libertad de André que, dirigiéndose hasta el pueblo en donde vivían, se enteró de la muerte de la joven.  El médico observó que el semblante de la madre no era muy esperanzador. Seguía sin casi comer.  Se levantaba con el alba y salía a caminar por el campo hablando sola con su hija muerta.  Maxwell pensaba que iba a perder la razón. Estaba atado de pies y manos por la burocracia y cada vez  se impacientaba más con las demoras.  Deseaba salir de Yugoeslavia lo antes posible y organizar la vida de ellos tres de la mejor manera , dejando atrás tanto sufrimiento.  Las noticias que le daba André referente a la abuela, eran preocupantes

— Pero ¿Qué le pasa? No come, a penas duerme.  Ni siquiera llora o se lamenta. Me tiene desconcertado.  Ansío llevarlas fuera de aquí, pero la maldita burocracia lo hace poco menos que imposible

—No te desesperes, no puedes hacer más de lo que haces.  Sencillamente lo que la ocurre es que no quiere vivir.  Lo ha perdido todo: su hija, su casa, su medio de vida, todo. Está pasando su duelo, pero mucho me temo que...

—No me digas eso, por Dios. Ellas me salvaron la vida, me han cuidado y ahora que me necesitan no puedo hacer nada

-—Así es, amigo.  Esa es la vida.  A veces nos presenta situaciones tan adversas que nos vemos impotentes ante ello.

Tiempo después, la buena mujer, abandonó la lucha por la vida y se dejó ir.  Fue sepultada junto a su hija.  Maxwell recogió su ropa y la de la niña y regresó de nuevo a Sarajevo con la esperanza de que ahora si pudiera cumplir su deseo: regresar a casa con su hija.  Aún tuvo que esperar un tiempo más, pero al fin, un día, el cónsul le dio la buena noticia de que podía regresar a su país sin problemas.  Ahora la niña sólo tenía a su padre y le fue otorgada la ciudadanía británica, por tanto volvían a casa con todas las de la ley.

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