lunes, 22 de mayo de 2017

El otro lado del mundo - Capítulo 4 - Primera parada Roma

Y con la mayor ilusión del mundo, tomó el primer avión que la condujo hasta Sidney.  habría de esperar otro día más para enlazar con el que la llevaría hasta Roma. Su impaciencia, nerviosismo y entusiasmo, le hacían tener una actividad frenética. A pesar de que conocía Sidney, las veces que había estado con anterioridad, siempre había sido acompañada por su madre, Maxim y su hermano, siempre en estancias cortas, máximo de una semana. El negocio no les permitía tomarse más tiempo, así que era como si no conociera la ciudad, ya que se limitaban a los lugares en que Max, su hermano, por edad, le gustaba ir, pero ella, se aburría mortalmente.  Así que decidió salir a dar una vuelta y conocer su vida nocturna. Se prometió así misma ser formal y no alocarse, porque ella  se asustaba de la noche de la gran ciudad.



Y volvió a verse sentada en el avión para ese largo, largo , viaje hacia Roma primero, y después hasta Taormina, la cuna de Anna María. Al permanecer tantas horas sin nada que hacer más que ver las películas que las azafatas ponían para distraer a los pasajeros, decidió planificarse bien el viaje.  Sacó de su bolso de mano una pequeña agenda, y fue anotando día por día la ruta a seguir.

 Y por fin, llegó a Roma.  Al fin  pisaba suelo italiano, la tierra de la nonna Anna. Lo primero buscaría un albergue mochilero, en donde suelen parar los jóvenes que vienen con escasez de dinero.  Si economizaba en el hospedaje, quizá pudiera quedarse, al menos, un par de días en Roma.

Y así lo hizo.  No era lo que se dice un hotel de lujo, pero al menos tenía una cama limpia, aunque la habitación tendría que compartirla  con cinco muchachas más.  Estaba emocionada y muy nerviosa.  Antes que nada llamó a su madre para que supiera que ya estaba en Roma; después saldría con alguna compañera  de habitación a disfrutar de la noche romana y durante el día haría algo de turismo: La Fontana de Trevi, el Coliseo..., lo clásico .  Pero ella quería conocer sobretodo la Piazza di Spagna. Su abuela le había hablado de ella.  Parece ser que  allí conoció a un turista que la gustó muchísimo, pero claro, fue la ilusión de un corto espacio de tiempo.  Él siguió su ruta y ella la suya. Se lo contaba a Bella entre risas, con esa complicidad que ambas habían tenido siempre.  "Pero mi destino estaba al otro lado del mundo", terminó, acariciando el rosto de su nieta.

Al día siguiente de su llegada, se levanto temprano y organizó su mochila: la cámara de fotos, un plano de la ciudad que le habían facilitado en la conserjería del hostal, unas deportivas y un vaquero con una camiseta; suficiente.  Se hizo una coleta para estar más cómoda, y tomando sus gafas de sol se encaminó a la Plaza de España. Y nuevamente evocó a su abuela.  Recordaba que Anna le había comentado, que cuando estuvo la primera vez, acababa de ver la película Tres enamoradas, y revivió aquella escena de las protagonistas en la escalinata, y quedó cautivada.

Se paró en la acera y contempló extasiada, aquel lugar en el que seguramente se sentara su abuela.  Ella también lo haría y mentalmente recordó la sonrisa de Anna.  Permaneció sentada un buen rato, contemplando el ir y venir de los infinitos turistas que se encontraban en el mismo lugar. Hoy saldría el Papa al balcón, y eso también incrementó el número de visitantes.



Despacio, saboreando el momento se encaminó hacía otro mítico lugar romano: la Fontana de Trevi. No podía irse de Roma sin tirar unas monedas, para, como dice la leyenda, volver otra vez. Tiró las monedas y entonces se dio cuenta que ya era la hora de comer; la mañana se le había pasado en un suspiro.  Buscó una trattoria y allí alimentaría el cuerpo, porque el alma la tenía saturada de recuerdos transmitidos por la nonna.  Se deleitó con la comida italiana, tan distinta a la que estaba acostumbrada a degustar. "Ésta es excelente, si señor", pero lo que en realidad la ocurría es que tenía el toque italiano, y en Australia por bueno que fuera el restaurante, desconocían los trucos que cada pais da a su cocina.  Se sentó en la terraza de un bar para reposar,  como sobremesa, y pidió un gelato de nata   y chocolate.  Se sentía feliz y pletórica.  Mientras lo degustaba, paseó la mirada a su alrededor, y pudo comprobar que la inmensa mayoría eran extranjeros,  salpicado de algún italiano que tomaba café o simplemente reposaba la comida. Una mesa más allá de donde ella estaba, había un muchacho que escribía sin parar en un cuaderno grande, mientras que con su mano izquierda, apoyada en su frente, tapaba su cara.  Le parecía que estaba muy concentrado, y ajeno a lo que ocurría a su alrededor.  No le veía bien el rostro, pero si su   cabello; dedujo que era italiano, por el color oscuro del mismo, brillante y aparentemente sedoso, en donde los rayos del sol sacaban brillos algo más claros que el resto.  En un momento dado, el muchacho, dejó de escribir, y levantó la cara  perdiendo la mirada en el horizonte.  Bella comprobó que era un guapo mozo de ojos azules.  Por un breve instante, sus miradas se encontraron, y ella azorada por si se había dado cuenta que le observaba, desvió su cara, y rápidamente llamó al camarero, abonó la cuenta y se levanto para proseguir su ruta turística.  Iría hacia el Coliseo, y después al hostal.  Estaba muerta de cansancio por la caminata  y la diferencia horaria.



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